Autómata.

Cierra los ojos mientras exhala bruscamente. Sabe que la siguiente escena es mirarse en el espejo.

Tararea una canción que escuchó en alguna parte, asignándola como banda sonora del ritual de la mañana. Lo único que cambiará al día siguiente es la melodía.

Ni siquiera sabe si tiene sentido lo que hace. Tan solo actúa con el piloto automático encendido.

Como cada día, arranca el coche y reproduce en la radio la canción que tarareaba en la ducha, comportándose como alguien que vive en bucle. Es una acción tan agridulce como usual en su vida.

Horas y horas después, acaba sus obligaciones públicas. El viaje de vuelta es exactamente igual que el de ida, pero con un añadido: se siente más perdido aún.

Detiene su vehículo en cualquier lugar apacible donde buscar respuestas, pero sólo encuentra más preguntas y algo de opresión en el pecho.

Retoma el camino a casa entre densa niebla y farolas parpadeantes. Ríe consigo mismo al pensar que lo que tiene delante es la descripción metafórica de su pensamiento.

Suspira profundamente. Acaba otro día más en el que no entiende nada.

 

 

Ahora.

Soledad. Ese sentimiento que, en ocasiones, significa paz, y en otras tantas, trae un cierto aire de desamparo. Despertenencia, sobreexposición a una inquietud mecida por el viento, y causante de amaneceres agridulces.
Al mismo tiempo, ejerce de intermediaria entre tú y tú mismo, en un intento de reconciliar lo que queda de tí entre todo este hastío.
Un árbol desnudo da lecciones acerca de su perseverancia y entereza ante cambios y adversidades.

Al fin y al cabo, ambos somos seres vivos. Y como tal, también nos llegará la primavera.